Miedo al Fin del Mundo

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Un señor con aspecto desaliñado y larga barba sostiene un cartel doble que oculta su cuerpo por delante y por detrás mientras grita “¡arrepentíos, el fin se acerca!”. Estamos en cualquier gran ciudad norteamericana a finales del siglo XX, y los viandantes miran a ese personaje de un modo repulsivo y a la vez receloso, porque en el fondo les incomoda el mensaje que lanza a los cuatro vientos. Hoy ese personaje sería el líder de algún movimiento mediático, sería objeto de culto en las redes y hasta comparado con Nostradamus por sus visionarios alaridos.

Una parte importante de la Humanidad vivimos dentro de una caja de cristal, frágil y muy cómoda por dentro. Lo que pasa fuera de esa caja nos parece ajeno a nosotros, nos parece una película que disfrutamos o sufrimos con palomitas en la mano. Nunca desde que el hombre pisa la Tierra hemos tenido una caja tan reluciente y llena de despreocupaciones, una conciencia tan férrea y unos juicios tan contundentes hacia lo que sucede en el exterior de nuestra jaula. La mayoría llevamos muchas décadas confinados tras esos cristales, hemos nacido dentro de ellos, volviéndonos cada vez más delicados.

No estamos preocupados por tener que empuñar las armas en una guerra, no tenemos inquietud por saber si mañana podremos tener agua potable que beber o alguna papilla de cereales que dar a nuestros bebés. No nos inquietamos por tener que coger todos nuestros bártulos de un día para otro y abandonar nuestro hogar a pie con nuestras familias hacia algún lugar donde nos puedan acoger, no nos preocupamos por tener que vender a algún hijo para poder alimentar a los demás, ni tenemos miedo de que nos masacre algún grupo que llegue en medio de la noche a nuestra población. Muchos millones de personas fuera de nuestra caja de cristal sí tienen esas preocupaciones. Nuestras preocupaciones son por las listas de espera de la Sanidad, por la corrupción, por si algunos defienden la república o la monarquía, por los sueldos bajos, por obtener más vacaciones y derechos laborales, por la calidad de los servicios públicos, por las pensiones o por blindar bien nuestras fronteras para que los problemas del exterior de la caja nos afecten lo menos posible.

Hasta que, de repente, un día algo nos amenaza con fracturar las paredes de nuestro confinamiento. Y es entonces cuando ese señor desaliñado de la esquina pájaro de mal agüero, ese loco del Apocalipsis, se nos vuelve real. El Fin del Mundo se acerca.

Los datos parecen demoledores. Desde que apareció la epidemia hace cuatro meses en el mundo han muerto ya más de 137,000 personas, y subiendo. Es muy probable que cuando acabe el año la cifra se pueda multiplicar varias veces. Podría parecer que, efectivamente, es el fin del mundo. Ahora imagínense por un momento que los muertos en todo el mundo alcanzaran los 650,000 muertos este año, o puede que más, algo que no es descabellado. Sería catastrófico. Nadie sabe cuánto tardaríamos en recuperarnos.

Pero..., ¡un momento! ¿Eso no ocurrió el año pasado?

Pues sí, según datos oficiales de la OMS, cada año los muertos en todo el mundo por GRIPE ascienden a 650.000 personas cada año, con el irónico añadido de que para la gripe sí existe una vacuna disponible. ¿Qué nos está pasando entonces?

Para los familiares de cualquier persona que muere no existe consuelo. El golpe siempre es muy duro, y realmente la causa del fallecimiento importa poco. Da igual que sea por coronavirus, por gripe, por accidente de tráfico, por cáncer o por cualquier otra causa. La situación en las residencias de mayores ha sido especialmente dolorosa, así como la imposibilidad de despedirse de los seres queridos. Nadie puede frivolizar con ese dolor. Pero si hablamos del efecto de los fallecimientos en el mundo..., ¿es realmente el número de muertos suficiente causa para la alarma sobre el fin de nuestro mundo?

Existen muchas explicaciones, pero no parece que el número de muertos sea suficiente para justificarlo. He escuchado sandeces tan grandes como comparar esta pandemia con la de la gripe española en 1918, que mató a ¡50 millones de personas, el 2% de la población mundial de esa época! O la pandemia de la peste bubónica de mediados del siglo XIV, que mató al 60 % de la población europea, cerca también de 50 millones de personas. Esas sí fueron auténticas crisis a las que tuvo que enfrentarse la raza humana.

Tampoco parece una explicación muy seria esa que muchos proclaman sobre que sufrimos un castigo por lo malo que ha sido el ser humano con el medio ambiente, con el clima, e incluso hay quienes aseguran que hay una conspiración (antes era judeomasónica, hoy a lo mejor se llama capitalista o imperialista) por la que se ha soltado un virus experimental con fines económicos oscuros. Al parecer habría una especie de justicia divina o reajuste de la Naturaleza que nos estaría poniendo a todos en nuestro sitio. Algo tienen que hacer tantos millones de iluminados con demasiado tiempo libre y una pantalla e Internet a mano.

La explicación parece estar, por el contrario, en el miedo y en la ignorancia. Hay una diferencia abismal entre enfrentarse a un problema y enfrentarse a un miedo. Los problemas se solucionan en la vida real o nos obligan a reinventarnos. Los miedos, sin embargo, están en las mentes, en la conciencia colectiva y son orígenes de problemas, no problemas en sí mismos. Y vivimos en la era del miedo compartido.

Por una parte, las noticias en tiempo real de los medios de comunicación nos meten con calzador a miles de opinadores y de supuestos expertos que lanzan sus opiniones a cuál más sensacionalista para obtener visibilidad y audiencia. Por otra parte, compartimos absolutamente todo en las redes sociales, desde el dolor de espalda con que nos levantamos por la mañana hasta lo buenas personas que nos creemos ser porque decimos “¡ánimo, saldremos juntos de esta!” ante todos nuestros contactos. Y, por supuesto, ahora también compartimos la visión catastrófica de no poder salir a tomar cervecitas, de no salir a correr (perdón, quería decir hacer running) al parque o hacer nuestras pesas en el gimnasio, de ver peligrar nuestras vacaciones en la costa o el extranjero este verano, de no haber podido disfrutar con lágrimas en los ojos de la Semana Santa o las Fallas, de tener que aguantar a los niños todo el día en casa o de tener que estar un par de meses sin trabajar recibiendo ayudas o tirando de ahorros hasta poder reanudar la actividad.

Cuando el miedo se instala entre nosotros, no importa realmente la tasa de mortalidad, ese concepto no es suficiente para ponernos en jaque. La verdadera preocupación es no saber qué efectos se producirán en los cómodos hábitos de vida que hemos disfrutado hasta ahora.

El mundo va a seguir girando, con o sin nuestros miedos, con o sin nosotros. Esta no es una crisis para todo el planeta, es una crisis, sobre todo, para los habitantes de dentro de la caja de cristal. Los habitantes de fuera de esa caja hace mucho que entendieron que el mundo sigue con mucho sufrimiento, como siempre ha sido para ellos.

 

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