franco

La democracia es un término tan bello, tan moralmente elevado, que su mera mención hace querer remangarse las enaguas y coger la balloneta para defenderlo. Eso ha debido de pensar la socialista Adriana Lastra al anunciar que cualquier sospechoso de haber gritado en público eso de “Viva Franco” o, lo que es lo mismo, de hacer apología del franquismo, estará cometiendo un delito. Tal ha sido la democrática medida que la señora Lastra ha anunciado, la de querer reformar nuestro Código Penal para que ningún malandrín salga impune. Lo que no me ha quedado del todo claro es si el delincuente será ajusticiado al amanecer al son de la Internacional.

El camino de convertir en delincuente a quien piensa, opina (que es algo diferente de insultar, injuriar, calumniar o amenazar) o defiende una postura, ¿es la verdadera esencia de la democracia?

Seguro que recuerdan lo que es, o fue, el Macartismo. En los albores de la guerra fría, ya entrada la década de los 50, en Estados Unidos el senador Joseph MacCarthy se convirtió en epicentro de un proceso popularmente conocido como “Caza de Brujas” en el que se elaboraban listas negras y acusaciones más o menos infundadas hacia todo aquel sospechoso de ser comunista, o simplemente simpatizante socialista. Daba igual si era o no cierto, la mera acusación era suficiente para dinamitar la presunción de inocencia.

Pero lo grave no era la acusación. Lo grave era que, independientemente de la veracidad de la acusación, se consideraba algo peor que un delito, ¡una aberración!, pensar como un comunista. La incipiente guerra de Corea y la existencia de regímenes comunistas como el soviético, el chino o el cubano en los que se cometían crímenes de estado contra disidentes políticos, en los que no existía la libertad de expresión, en los que no se respetaban los más esenciales derechos humanos era la excusa perfecta para construir un enemigo a medida, malvado y despreciable, un enemigo de la democracia. En nombre de la lucha contra ese enemigo, paradójicamente, se legitimaron abusos, se vulneraron los derechos civiles e incluso se censuraron libros tan peligrosos como ¡Robin Hood!

De ese modo, al fabricar un enemigo ideológico tan efectivo se posibilitó durante décadas una escalada armamentística nuclear. Sin embargo, detrás de toda esa parafernalia ideológica y de ese juego de enfrentamientos no había más que lo que siempre ha existido: una lucha por la influencia y el poder político. Este juego de poder, tan antiguo como el mundo (con permiso de la prostitución en eso de la antigüedad) está infiltrado entre nosotros, en nuestro día a día, en cómo se rechazan socialmente formas de pensar, en cómo se denostan opciones políticas, en los intentos de adoctrinamiento a través de la educación, en enfrentar lo correcto y lo incorrecto. Se busca como sea una manera de aferrarse al poder, identificando ese poder a las fuerzas del bien en oposición a los malvados, es decir, todos los demás. Curiosamente lo mismo que hacía el franquismo, el chavismo, o cualquier otro régimen totalitario.

Hoy en día en España se ha sustituido la religión y los valores tradicionales por una base ideológica imperante con unos nuevos postulados. Podría decirse que llevamos años asistiendo a la construcción de un enemigo ideológico que el buen ciudadano tiene la obligación de despreciar.

Por una parte, la radiografía del buen ciudadano está bastante bien definida. Con ligeros matices y variaciones según el caso, el buen ciudadano hoy usa el lenguaje inclusivo, aunque para ello tenga que dar patadas al diccionario y olvidar todo lo que miles de horas de educación en lengua y literatura nos han enseñado. El buen ciudadano debe aceptar sin rechistar que un temporal o un incendio son siempre obra del cambio climático. El buen ciudadano da libertad a los hijos y jamás, bajo ningún concepto, usará medidas correctivas que menoscaben el libre albedrío del menor o puedan causarle un estrés injustificado. El buen ciudadano podrá llamar a una calle la Pasionaria, Karl Marx o Che Guevara pero bajo ningún concepto aplaudirá a calles como Cristóbal Colón o el Cid Campeador (nada de genocidas o de haber dado espadazo a los moros). El buen ciudadano no leerá demasiado a Arturo Pérez Reverte y, mucho menos, a Camilo José Cela, cuyos libros corren peligro de ser prohibidos en el próximo Consejo de Ministros. El buen ciudadano no alardeará de religión, sino de una ética-moral bastante flexible acorde a los tiempos, y no irá a misa más que a aparentar socialmente en alguna celebración. El buen ciudadano adora el cine de Almodóvar. El buen ciudadano será sostenible, ecológico, bio, orgánico, solidario, vegano, anti-taurino, sin gluten y sustituirá los pasos de Semana Santa por la cabalgata del Orgullo Gay. El buen ciudadano, en definitiva, no ofenderá a ningún colectivo ni sensibilidad utilizando palabras como negro, gitano, puta, azafata, mozo, barrendero o camarero, sino que usará eufemismos elaborados como “técnico/a de servicio hostelero a las finas hierbas” que indiquen una dignidad sin parangón que nuestra caduca RAE siempre le ha negado.

Por otra parte, la radiografía del enemigo es mucho más sencilla: cualquier facha que se atreva a pensar algo diferente de lo que piensa el buen ciudadano.

En esta exageración nada exagerada que acabo de exponer se refleja una verdad, que no es otra que se está invocando el término democracia para justificar el rechazo social a pensamientos que no compartimos. Se está intentando oficializar la construcción de enemigos, y para ello se echa mano a lo que sea, desde la propaganda mediática hasta el establecimiento de un marco legal que ampare la exclusión ideológica para que se identifique perfectamente cuál es la manera de pensar correcta y cuál la incorrecta. Esta peligrosa deriva se inició con leyes como la de la Memoria Histórica, y parece ser que el Gobierno tiene intención de seguir ampliándola.

Como digo, esta deriva es peligrosa porque existe un riesgo. El riesgo lo encontramos en la física, concretamente en la ley de acción y reacción. Newton, no muy famoso por sus intervenciones políticas, ya nos adelantó que “para cada para cada acción existe una reacción igual y opuesta”. Esta ley es muy socorrida, de hecho, la he invocado en alguna ocasión. Cuando se ataca una forma de pensar, inmediatamente surgen voces que la defienden con la misma virulencia. ¿Alguien cree que es una casualidad la proliferación de partidos de la extrema derecha en Europa? No, no es una casualidad, es una consecuencia. Al final se pone tanto afán en crear enemigos que los enemigos atienden esas demandas y se hacen visibles con más fuerza de la que tenían.

Censurar pensamientos es algo distinto a censurar actitudes, aunque el censor no suele hacer distinciones. Quien censura lo hace asociando de manera deliberada el pensamiento de alguien a la comisión del delito más abyecto que haya cometido alguien que algún momento pensó de manera parecida. Es difícil creer que quien ve interesante o atractivo aspectos del régimen chino, del régimen norcoreano o del régimen cubano desea instaurar esos modelos en nuestro país, e incluso si lo deseara, no significa que vaya a realizar acciones concretas encaminadas a instaurarlos. Voy más allá, incluso si se hicieran acciones encaminadas a instaurar esos regímenes, sólo sería reprobable si ello implicara la comisión de delitos o de hechos ilegales. Del mismo modo, si un nostálgico del franquismo (son pocos) echa de menos esos tiempos y grita ¡viva Franco!, por mucho que los oídos nos sangren, no implica que vaya a contratar al doctor Frankenstein para revivir a la criatura.

Cada uno tiene sus propias convicciones, sus propios valores y su propia percepción de las cosas y cómo les gustaría que fueran. No todas las opiniones se pueden compartir, y desde luego no todas las opiniones son respetables. Pero creo que ningún pensamiento ni opinión debiera ser delito. Excepto, tal vez, los de los tronistas de Tele 5.

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