Parroquia Pescadores
Parroquia Pescadores

Poner nombre largos y rimbombantes a las cosas y crear unas siglas para usarlas en sustitución de ese mismo nombre es una fórmula muy usada en las últimas décadas por las burocracias de las Administraciones públicas e imitada por los periodistas que informan o repiten la propaganda por ellas distribuida. Es una forma que tiene la autoridad para marcar territorio, demostrar poder y, algunas veces, enmascarar, adulterar o dulcificar la realidad. Un CEIP, un centro de educación infantil y primaria, es solo un colegio y un CIS, o centro de internamiento social, es nada más que una cárcel. Las palabras comunes y sencillas que usamos y usaremos los mortales en éste y en los siglos venideros quedan así desterradas del relato que hacen los ministros, consejeros, delegados provinciales o alcaldes y concejales y repiten los periódicos, radios y televisiones de nuestro pueblo o nuestro país.

Un centro de estancia temporal de inmigrantes (CETI) no es ni más ni menos que un albergue, un hogar para viajeros pobres. Un sitio donde pueden comer y dormir las personas que no tienen dinero ni medios para pagar un hotel o una pensión. Puede que quienes inventaron las siglas CETI actuaran con la intención de quitar el estigma social, o el señalamiento despectivo que de los albergues sociales hacen quienes no necesitan de ellos porque su riqueza o su posición social los aleja de algo a lo que quieren mantener fuera del lugar donde habitan, de sus vidas y su pensamiento.

En el lenguaje también hay clases y cada palabra evoca y contiene sentidos muy diferentes para quien las pronuncia o las escucha. A la señora de un teniente coronel, al amigo de copas del alcalde o al promotor inmobiliario albergue les suena a cutre, a algo despreciable, a lugar a evitar y al que ni mirar. A un trabajador agrícola rumano que cobra una miseria y va por toda Andalucía siguiendo la ruta y el ritmo de las cosechas de las distintas frutas u hortalizas un albergue le suena a salvación. Y lo mismo a una trabajadora africana que llega en una patera y necesita comer y dormir en un sitio caliente. Albergue, para un jornalero, significa remedio, manera de evitar un gasto que puede menguar el sueldo exiguo que consigue trabajando en los campos que dan de comer al conjunto de la sociedad que compra en supermercados con aire acondicionado.

Puede que el burócrata que inventó CETI como forma de llamar a un albergue pensara que así evitaría el escarnio o la burla social a quienes lo usan o viven temporalmente en él. Y encima le daría realce o elevación moral a la realidad de un establecimiento que es la que es, pero que se pretende hacer pasar por otra. Poner en mayúscula todas las letras del nuevo palabro, además, como que le da importancia, la resalta, le otorga más notoriedad y prestigio en su nueva forma de expresión.

Esto lo pensaba el autor, quizás, porque en su origen social, o en su formación, está más cerca de la señora del teniente coronel o del promotor inmobiliario que del jornalero. Y no negamos la buena intención del burócrata, del autor de las siglas, pero ahora le mostraremos que su invento era un arma de doble filo que se puede volver en su contra. Mejor dicho, en contra de las personas que habitan en los albergues sociales.

Lo quieran o no los inventores de ellas, las siglas solo las conocen ellos, sus subordinados y los que forman parte de su mundillo. El común de los mortales ignora a qué alude cada mayúscula que forma parte de la sigla y a qué realidad denominan todas juntas. Es decir, las siglas ocultan una realidad y, en todo caso, la simplifican y la vuelven un objeto. Es posible que cuando alguien inventó las siglas MENA, menores no acompañados, lo hiciera con la loable intención de que no se les llamara niños inmigrantes para no levantar contra ellos la ira de los racistas. Hacer desaparecer la procedencia del niño o la niña, pensó, quitaría carga negativa al palabro. Pues no. Todo lo contrario. Los racistas y xenófobos usan hoy más que nadie la palabra MENA. Estas siglas no han cambiado la percepción social de la realidad que pretendía maquillar, sino que se han convertido en un arma de los racistas y xenófobos.

Quien habla hoy de MENA casi nunca piensa en un chiquillo que llega mojado, temblando y hambriento, a bordo de un neumático de camión, a Ceuta o a las costas de Tarifa. No ve en ellas a un menor de edad sin su madre ni su padre en un país extranjero, en una tierra donde no conoce a nadie, no tiene dónde dormir ni qué comer, no tiene amigos ni lugares a los que acudir buscando ayuda o un poco de calor. ¿Se imagina usted a su hija o a su hijo de quince años solo en una calle de un pueblo al otro lado de los Pirineos, sin dinero, sin conocer a nadie y aguantando una tormenta de invierno en el portal de una iglesia, o en el cajero automático de un banco? ¿Y a usted mismo aquí sin poder hablar con él, sin saber cómo está ni qué le ha pasado, sin poder ayudarle o aconsejarle? Pues ésa es la realidad que las siglas han ayudado a quitar de nuestro imaginario.

Un MENA ya no es un niño o una niña, un menor de edad, un adolescente de carne y hueso, una persona concreta con su vida y su familia, un ser vulnerable al que todo Estado firmante de la Convención de los Derechos del Niño, incluido el español, está obligado a proteger y atender.

MENA es hoy algo un poco confuso e indescifrable, algo que no se entiende muy bien, pero en todo caso algo con lo que, mucha gente, medios de comunicación incluidos, nos atemoriza. Algo así como hordas de delincuentes juveniles que recorren nuestras calles y amenazan las esencias culturales de nuestra raza. ¡Vaya memez!

En resumen, las siglas sirven para resumir, pero también para ocultar la realidad, para adulterarla, para bien o para mal, y para cosificar, para quitar humanidad, para quitar rostro, identidad y espíritu a las personas que designan. Ése es el primer paso de todo fascismo: quitar esencia humana a las personas, despersonalizar a las víctimas para presentarlas como verdugos y convertirlas en el enemigo a exterminar. 

Y lo mismo que ocurre con MENA puede ocurrir con otras siglas. Por ejemplo, con CETI. Una campaña ha comenzado en Algeciras para evitar que las africanas y africanos que llegan a nuestras costas tengan aquí albergue. Es decir, un lugar donde puedan alimentarse o dormir las personas de paso que van a buscar trabajo en algún lugar de España o Europa. Los albergues sociales de Ceuta y Melilla dan cobijo y manutención a trabajadores de otros países que vienen a éste a buscarse las habichuelas que no encuentran en los suyos. No todos son jóvenes y fuertes. Muchos llegan con las heridas y secuelas de una travesía dolorosa por diferentes países de África. A los albergues también llegan muchachas que se han quedado embarazadas tras ser violadas, discapacitados, enfermos, personas que han sufrido daños psicológicos, otras que buscan asilo político porque han sufrido persecución, o mujeres que han sido víctimas de trata o de violencia de género.

El alcalde de Algeciras, José Ignacio Landaluce, ha lanzado y alimentado una campaña de miedo a una supuesta invasión de inmigrantes. Ha abierto la espita para los manidos discursos racistas y ha usado argumentos falaces y fuera de toda lógica. Son completamente falsos los porcentajes de población que él da y es demagogo y cínico al justificar su oposición al albergue diciendo que hará peligrar la labor que en pro de la diversidad cultural y la interculturalidad llevan haciendo las ONG de Algeciras desde hace años. Añadimos a esta última razón mentirosa: con muy poca o casi ninguna inversión del ayuntamiento.

Es doloroso que el alcalde se apropie de un trabajo que no es suyo y es repugnante que encima lo haga para echar por tierra el resultado de ese mismo trabajo. Es decir, que toda la excelente labor solidaria y antirracista que hacen las organizaciones sociales de Algeciras y el Campo de Gibraltar la use Landaluce para alimentar a los racistas y xenófobos.

La labor de las organizaciones sociales a favor de los trabajadores africanos no es nueva ni surge de la nada en el Campo de Gibraltar. Cientos de ciudadanos y ciudadanas de Tarifa pasaron años llevando ropa seca, comida, bebida caliente o un poco de cariño a las personas que llegaban, un día sí y otro también, al puerto de Tarifa a bordo de las patrulleras de la Guardia Civil o del buque de salvamento marítimo que las habían rescatado en alta mar. Algunos tarifeños o algecireños llegaban más lejos en esa labor solidaria y daban alojamiento, alimento y medios para seguir el viaje a algunas personas que tras llegar a las costas sin ser localizadas por los guardias vagaban por el término municipal sin saber dónde ir.

La llegada de inmigrantes a la costa norte del Estrecho era a finales del siglo XX y principios del XXI tan cotidiana que dejó de ser noticia. Sí lo fue entonces que un día las autoridades trajeron a Algeciras un autobús lleno con subsaharianos recién llegados en patera a la costa de Barbate porque en aquel pueblo ya no cabían más. Lo curioso fue que el autobús aparcó para que bajaran en libertad no en la plaza Alta ni en la calle Convento, cerca del ayuntamiento o de la Junta de Andalucía. Los dejó en una calle del barrio de Pescadores cerca de la parroquia. ¿Por qué? Porque allí vivía Andrés Avelino, un sacerdote de fuerte compromiso social, siempre del lado de los pobres, del que se conocía el trabajo que, junto a vecinas y vecinos del barrio, hacía en favor de las personas migrantes.

Esta noticia y muchas más que reflejaban el espíritu solidario de los habitantes de esta comarca llegaban con frecuencia a las redacciones de los periódicos. Muy lejanas estaban entonces las voces racistas y cercanas al fascismo que hoy inundan las redes sociales, o los discursos que dulcifican y pretenden hacer razonables esas actitudes inhumanas que algunos medios de comunicación reproducen y ayudan a extender.  Hoy son tan frecuentes como las cantinelas burguesas y clasistas que no cuestionan el origen de la pobreza, sino que esparcen odio a los pobres directamente y sin pudor.

Construir un albergue para inmigrantes en el barrio de Pescadores, en Algeciras, no pondría en peligro ni la convivencia ni la paz social. Simplemente daría forma legal y oficial a la práctica humana y solidaria que muchísimas/os campogibraltareños llevan años ejerciendo de manera voluntaria, voluntarista y altruista. Lo mismo que los vecinaos de Pescadores han hecho durante mucho tiempo y que les gustaría seguir haciendo como homenaje permanente a Andrés Avelino, fallecido el año pasado. Las barriadas de Algeciras llevan ya décadas viviendo en la diversidad cultural. Sus habitantes, especialmente los de Pescadores, no se van a asustar por ver a un negro o a un marroquí andando por sus calles. A lo mejor lo invitan a un té, o le ayudan a encontrar la oficina del paro que está en la calle, un poco más abajo.

Un albergue social es necesario. Y en Algeciras, mejor que en otro sitio. Los colegios se construyen donde hay niños y niñas en edad escolar, los hogares del pensionista donde hay jubilados y ancianos y los ambulatorios donde hay mucha población que puede enfermar. Algeciras no es Torrelodones ni Mancha Real, donde es difícil que lleguen senegaleses o marroquíes tras cruzar el Estrecho. Un albergue social cerca de Pescadores serviría para hacer de manera permanente y con más medios lo que muchos ciudadanos de este barrio o de esta comarca han hecho durante años. Lo que exigen la decencia, la moral, la ética y la Declaración Universal de Derechos Humanos firmada por España en la ONU.

Y demostraría que somos más los que estamos dispuestos a ayudar a las personas, vengan de donde vengan, que quienes pretenden hacernos ver en todas partes a delincuentes peligrosos para los privilegios que no tenemos. A esos sembradores de miedo solo les falta crear más sensación de inseguridad y repartir pistolas. Impedir que su simiente germine y produzca una mayor destrucción moral es deber de toda persona honrada.

¡Fascismo nunca más!

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