Un libro: viaje introspectivo a la humanidad

Luis Alvariñas
Luis Alvariñas

Hoy 23 de abril es el Día del Libro, cualquiera que me conozca sabe que para mí todos los días son el Día del Libro. Y, humildemente, creo que sería una excelente costumbre para todas. El Día del Libro representa la libertad, pero la libertad real, no ese concepto que desde el totalitarismo pervierten el PP en general y Ayuso en particular. El Día del Libro representa, igualmente, la serenidad, la reflexión, la pasión, la inquietud, la curiosidad…, la compasión, etc. Es habitual por estas fechas que buenos amigos periodistas me soliciten alguna breve reseña sobre algún libro que esté leyendo. Me regalan amablemente la oportunidad de elucubrar e incluso casi disertar sobre el universo. Porque en los libros habita el universo, incluso el que desconocemos y aún somos incapaces de explicar. Podría enlazar la maravillosa “Contact” de Carl Sagan su relación con el motor de curvatura espacio temporal o de cómo se vería afectada la especie humana al conocer que no estamos solos en el universo. Enlazando con ella tal vez tendría sentido referirme a “La voz de los muertos” de Orson Scott Card, un tratado de antropología general cosmológica de los seres vivos y de las limitaciones para comprender el entorno por parte de los hombres y mujeres.

Ambas novelas nos pueden llevar perfectamente a Richard Dawkins y su: “El cuento del antepasado”. Donde apenas señala a un maravilloso animal extraterrestre del que luego hablaré a pesar de relacionar una gran diversidad de especies y proporcionarnos una visión filogénetica de la existencia. Visión que se complementa perfectamente con la que Jason Hribal nos da en su apasionante recopilación de ensayos “Los animales son parte de la clase trabajadora”. Obra escrita hace apenas unos años que nos lleva directamente, al igual que todas las expuestas hasta ahora a la Grecia Clásica. A Plutarco y Pitágoras.

Un viaje de miles de años para que lo evidente refulja. El respeto a la vida con mayúsculas es lo que diferencia al hombre del monstruo. En un texto atribuido a Ovidio quedaba nítidamente recogido: “Mientras el hombre continúe siendo el destructor despiadado de seres inferiores no conocerá la salud ni la paz. Mientras el hombre masacre animales, se matarán unos a otros. Ciertamente, aquél que siembra la semilla del asesinato y dolor no puede cosechar gozo y amor”.

Pitágoras fundó una escuela filosófica con un círculo cercano de seguidores conocido como los matematikoi. Los matematikoi vivían permanentemente con la Sociedad, no tenían posesiones personales y eran vegetarianos. Entre otras creencias y enseñanzas, que defendían y difundían, estaban puntos tan descabellados como: que el origen y final de la naturaleza se sustenta en las matemáticas, o que el uso de la filosofía para la purificación espiritual, o que el alma puede alcanzar la unión con la divinidad o que ciertos símbolos tienen un significado místico. ¿Alguien puede contra argumentar estas bases? Dice la leyenda que Diógenes falleció por la ingesta de un pulpo vivo.

Animal anteriormente citado por sus características extraterrestres. El más inteligente de su clase, capaz de sentir dolor y sufrimiento. En el año 2002 la Declaración de Cambridge sobre la Conciencia el pulpo fue reconocido como el único invertebrado capaz de tener una experiencia consciente. Y si alguien alberga alguna duda a este respecto le recomiendo el delicioso documental “Lo que el pulpo me enseñó” de Pippa Ehrlich y James Reed. Un auténtico relato de amor entre dos mundos que el hombre se ha obcecado en hacer incompatibles. Se suceden las imágenes en una progresión dramática que intercala la tranquilidad, la relajación, incluso la poesía con secuencias trepidantes y casi angustiosas en las que la tensión y el suspense paralizan los latidos de nuestro corazón encogiéndolo hasta casi la desaparición. No dejará indiferente a nadie.

El increíble narcisismo y egolatría del hombre nos lleva a pensar que, ¡por supuesto!, nadie sabe más que nosotros o nosotras, que nadie vale más que nosotros o nosotras, que nadie siente más que nosotros o nosotras.

Y la realidad absoluta es que no valgo más que una persona que tenga un color de piel diferente a la mía. No valgo más que una persona de una cultura diferente a la mía. No valgo más que una persona con una religión o creencias diferentes a las mías. No valgo más que una persona que tenga un género diferente al mío o se sienta un género diferente a cualquiera. No valgo más que cualquier otro ser vivo, pero puedo sumar más, puedo aportar más desde mi condición de ser humano. Ahí está la diferencia entre la humanidad y el resto de seres vivos. Entre la humanidad bien entendida y equitativamente vivida, junto con los valores reales que nos hacen crecer a todos los niveles, y entre quienes se dedican a construir odio, capas, segregación, diferenciaciones para enfrentarnos, para separarnos. Entre los y las que se dedican a empujar al otro o la otra y quienes al contrario se esfuerzan por unir y cobijar. Ya sean a personas o a cualquier otro ser vivo. Y evidentemente no estoy equiparando la gravedad de las acciones que se realizan contra personas o contra animales, más allá de que son acciones que se realizan contra seres vivos dotados de conciencia en un mayor o menor grado.

En la mítica obra de Karl Polanyi “La Gran Transformación. Critica del liberalismo económico”, concretamente en el “Capítulo 6. El mercado autorregulador y las mercancías ficticias: trabajo, tierra y dinero” podríamos incluir perfectamente dos nuevas mercancías los seres vivos y la educación. Pero de eso hablaremos otro día.

Soul Etspes:

“Quien es compasivo con cualquier ser vivo bebe del sentido mismo de la existencia”.

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